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Laura Cristina Dib/WOLA
A través de esta crónica personal, Laura Cristina Dib, Directora para Venezuela, relata sus impresiones al volver a la frontera de Colombia con Venezuela por primera vez desde 2019. Su visita a finales de mayo a las ciudades de Villa del Rosario y Cúcuta (Colombia) y San Cristóbal (Venezuela) ofrece una mirada sobre la relación de dos países, cuya frontera común abrió en septiembre de 2022, tras siete años de cierre. La autora se topó con las mismas necesidades humanitarias de la población migrante y refugiada, pero con nuevas dinámicas. Quedan preguntas por responder sobre las causas de esos cambios.
En camino hacia La Parada, Villa del Rosario, me llamó la atención lo mucho que había cambiado el escenario desde la última vez que estuve allí, en octubre de 2019. Menos personas migrantes, menos vendedores ambulantes, menos trabajadores humanitarios. Seguimos andando y llegamos a la entrada del Puente Simón Bolívar. Lo primero que observo es una tienda D1, un almacén de bajo costo en Colombia, y las personas salen con bolsas de mercancía que llevan a sus hombros o, en algunos casos, montan en carros que se alquilan por puesto. Van hacia Venezuela con el mercado a cuestas. Los productos los consiguen en Venezuela, pero a precios exorbitantes que la gran mayoría de la población no puede permitirse.
Seguimos caminando. Me aborda uno y otro hombre: “¡Taxi, taxi hasta San Cristóbal, taxi hasta Rubio!” Algunas mujeres con ventas informales de comida, bolsas para cargar mercancía y hasta ropa también me saludan, buscando asegurar las últimas ventas del día. A los lados de la calle, entre basura y polvo de las zonas no asfaltadas, se ven algunos bares y edificios en condiciones muy precarias conocidos como “pagadiarios”, donde la gente paga para tener un sitio donde pasar la noche, muchas veces compartido con personas desconocidas Mientras camino, recuerdo todo lo que he podido documentar en mis años en Colombia sobre mujeres y niñas sexualmente explotadas y víctimas de trata. Un escalofrío recorre mi cuerpo mientras paso delante de esos edificios a sabiendas de la violencia que se vive allí dentro.
El puente que antes estaba repleto de “caminantes” y que tenía un puesto de Migración Colombia, ahora está lleno de carros y motos con placas de Colombia y Venezuela que transitan sin parar. Debajo del puente: montones de basura. Las rejas blancas que antes utilizaba Migración Colombia para organizar las filas de personas que ingresaban al país, ahora se encuentran apiñadas acumulando óxido a un lado del puente.
De ese mismo lado del puente también se encuentra un estacionamiento vacío en donde antes solía operar el Espacio de Apoyo Simón Bolívar, que estaba compuesto de unos contenedores en los que operaban varias agencias de cooperación internacional. En este punto las personas podían obtener agua, orientación sobre cómo encontrar un albergue, atención de primeros auxilios en salud física y psicosocial, entre otros servicios. Ya no hay trabajadores humanitarios que orienten a las personas que están llegando por ese punto fronterizo.
Esta escena la complementa el testimonio de Oswaldo, un “trochero” de Caracas que trabaja en ese punto de la frontera desde hace seis años. Su trabajo consiste en cargar el equipaje de las personas y guiarlas a través de los puntos fronterizos no autorizados como Las Pampas y La Platanera, pasos en donde operan el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y otros grupos delictivos como el Tren de Aragua, que se dedica, entre otras cosas, a la trata de mujeres y niñas migrantes con fines de explotación sexual.
Oswaldo nos cuenta cómo, desde la apertura del puente, su trabajo ha disminuido considerablemente. Pasó de hacer entre 10 y 20 viajes en un día, a hacer si acaso uno, por tan solo US$3. Aún así, señala que no regresaría a Venezuela, “¿A qué?” nos dice de manera lapidaria, “¿A volver a lo mismo?”.
Pero el paisaje que describo y que otros también han documentado contrasta con las entrevistas que hice tanto en Cúcuta como en San Cristóbal en este mismo viaje, que indican que la gente sigue saliendo del país. Contrasta con las cifras de atención de centros de asistencia a personas migrantes y refugiadas como el Proyecto Centro de Esperanza ubicado cerca de la frontera con Ureña que nos comenta que tan solo en abril atendió a 2463 personas. Contrasta con las cifras de personas venezolanas que atraviesan la selva del Darién y de los que llegan a la frontera entre México y Estados Unidos. Contrasta con mi propio sentido común.
Es importante mencionar que Cúcuta y Villa del Rosario son solo una parte de una frontera que supera los 2 mil kilómetros. Si bien es cierto que no es el único punto fronterizo por el que circula la población migrante y refugiada, sigue siendo uno de los principales lugares de tránsito y de intercambio comercial. ¿Qué está ocurriendo en Venezuela? ¿Cómo se explica aquél cambio en el escenario? ¿Si los puentes se ven ahora tan vacíos en comparación con años anteriores, será que los que huyen de Venezuela lo están haciendo por rutas más inhóspitas?
La emergencia humanitaria compleja no ha cesado. Según la plataforma HumVenezuela, casi 19 millones de personas venezolanas tienen necesidades humanitarias. Esta cifra representa el 65% de la población. Según el Centro de Documentación y Análisis Social de la Federación Venezolana de Maestros (Cendas-FVM), la canasta básica en abril de 2023 fue de $US526 cuando el salario mínimo apenas supera los $5. Es decir, se necesitan aproximadamente 100 salarios mínimos para cubrir los gastos básicos. A ello se suma una inflación del 86,7% en el primer cuatrimestre de 2023, que hace muy difícil la situación económica para quienes viven en Venezuela y para quienes, desde el extranjero, deben enviar cada vez más remesas para apoyar a sus familiares.
El restablecimiento de las relaciones entre Colombia y Venezuela ha modificado en cierta medida las dinámicas de movilidad y comercio en la frontera, pero las razones que han dado origen a la migración proveniente de Venezuela persisten. Asimismo, las necesidades de las personas migrantes y refugiadas en Colombia siguen siendo las mismas. Oswaldo nos decía “necesito un RUMV, un PEP, algo que me represente aquí en Colombia”, haciendo alusión a la necesidad de un documento de regularización migratoria, que es la puerta de entrada para el trabajo regular y el acceso a sus derechos en el país. Pero existen dudas sobre la voluntad política de Colombia para seguir regularizando la situación migratoria de personas venezolanas.
Mientras transitaba el Puente Simón Bolívar, una señora adulta mayor empujaba con gran esfuerzo una silla de ruedas en la que estaba un señor de muy avanzada edad. Trataban de abrirse camino entre motos y carros, pues la caminería no es lo suficientemente ancha para transitar con la silla de ruedas. Esta escena habla por sí sola. Los grupos más vulnerables (adultos mayores, personas con discapacidad, mujeres en estado de embarazo y lactantes, entre otros) siguen ingresando a Colombia en búsqueda de la atención en salud y de otras necesidades, que no pueden satisfacer en Venezuela.
Sin datos oficiales actualizados, es difícil saber cómo ha cambiado el flujo de personas venezolanas hacia su país vecino. Los últimos datos publicados por las autoridades migratorias en Colombia son de febrero de 2022. Pero lo que sí es claro es que, así hayan cambiado algunas dinámicas con la reapertura de la frontera, las necesidades humanitarias de la población proveniente de Venezuela siguen siendo críticas. Sin una transición democrática y una solución pacífica a la situación de ese país, las personas seguirán emigrando en condiciones de extrema vulnerabilidad.